jueves, 1 de noviembre de 2007

Reina Cristina

Desde que había dejado de trabajar le gustaba dormir hasta tarde, pero ese domingo era distinto, había elecciones presidenciales y aunque su militancia ahora se limitaba a colaborar con la secretaría de jubilados del sindicato, cada vez que había una votación era un día especial.
A las siete y cuarto ya leía los tres diarios de tirada nacional y ni siquiera pudo probar un mate de la emoción. Ahora si decía, ahora si que les rompemos el culo a los putos gorilones y cantaba en voz baja, para no despertar a su esposa: “y ya lo ve, y ya lo ve, es la gloriosa JP”. El estomago hecho un nudo, el agua de la ducha caía sobre sus hombros como cayeron, años antes, muchos de sus compañeros, decenas asesinados, muchos otros desaparecidos, y él, aún hoy con la culpa de estar vivo, con el rencor de su exilio en México, con la vergüenza de la vuelta en el 83’ para que ganara un radicheta. Pero ahora si, se repetía, ahora si que vamos a hacer la revolución peronista ¡vamos Cristina vieja y peluda nomás!
- Gorda, me voy al boliche con los muchachos y de ahí a votar. No se a que hora vuelvo, por ahí hay festejos y llego tarde, le dijo a su mujer casi en susurros porque aún dormitaba.
- pero no ves que seguís siendo el mismo pelotudo de siempre ¿todavía te crees que vas a hacer la revolución? Crecé de una vez, Tucho. Hace cuarenta años que te están usando y vos, el mismo boludo,no cambías más. Tucho, cuarenta putos años de militancia te aguante, cinco años enterrada en México y ¿qué ganaste? Ni las gracias te dieron, ni las miserables gracias.
- no te chivés gorda, esta es la última, esta vez ganamos de verdad, nosotros, la juventud maravillosa.
-andate a la mierda Tucho.
Al final Tucho se puso de mal humor y no se fue para el boliche, llamó a su madre y le dijo que después de votar pasaría por su casa.
- Es una cábala, vieja, como en el 73 con Cámpora, te acordás que me caí por ahí con los compañeros del sindicato y se reían porque vos te pusiste toda coqueta y les servías el té con masitas mientras les mostrabas mis fotos de comunión, que mal me hiciste quedar viejita, pero ahora olvidate. Y comprá masitas que los muchachos si no me matan.
Se fue a comer al lugar de siempre y, como siempre, se quejó de que el bife estaba muy crudo; al salir, apuró el paso para llegar a su antiguo colegio, donde le tocaba votar y cuando tuvo que poner el sobre en la urna, debió hacer un enorme esfuerzo para controlar el temblor de todo su cuerpo.
Decidió ir caminando hasta la casa de su madre, la casa donde nació. Antes de llegar, entró al kiosco a comprar cigarrillos pero no pudo siquiera pedirlos porque quien estaba comprando chicles de menta era Cristina, la compañera Cristina, la presidenta Cristina. Treinta años de militancia para contarle, decenas de sus compañeros muertos, otros tantos desaparecidos y nada pudo decirle, ni una palabra, se acercó a ella y lloró, una lágrima por cada muerto, todas juntas por estar vivo. Ella correspondió el abrazo y lo dejó desahogarse. Cuando terminó, sólo le dijo: tranquilo compañero, valió la pena. Tucho continuó en silencio y ella lo dejó para meterse en el coche que la esperaba en la puerta; cuando Tucho comenzaba nuevamente a llorar, ella bajo el vidrio polarizado de su ventanilla y mientras el coche iniciaba su marcha le gritó: “compañero, gracias. Gracias”
El kiosquero tuvo que salir a las corridas de detrás del mostrador: Tucho se había desplomado en el suelo con un infarto.
Cristina arrasó en la elección. En el Hospital Italiano, Tucho escuchaba el relato que su compañero de habitación le hacía al médico mientras él miraba por la ventana abierta -el aire olía a día peronista- a le gente que caminaba distraída; ninguno era uno de la decena de compañeros muertos ni tampoco uno de sus tantos desaparecidos.
- Gracias las pelotas, dijo Tucho y se tiró al vacío.