viernes, 8 de junio de 2007

Silbido

Llegó al trabajo y saludo con un gesto enérgico de la cabeza. Cerca del mediodía, sus compañeros le preguntaron si iba a seguir silbando toda la mañana con cara de idiota; él no contestó más que con otro silbido y el leve movimiento arriba y abajo de sus hombros. Su jefe, le dijo que lo veía raro, que mejor se tomara el día libre. Se fue.

Tomó el metro en Plaza España y al poco rato se le acercó un hombre de grandes proporciones, que trabajaba en la seguridad del transporte, la mano firme en la tensa correa de su perro, y le dijo que había recibido quejas de sus silbidos y alguna también de su cara de idiota; el perro nada dijo pero olfateó y sin nada para comentar, nada comentó; Lucho no respondió salvo con aquel alegre silbido y el leve movimiento arriba y abajo de sus hombros; al llegar a la estación Diagonal se bajó.

En la calle el día estaba espléndido, entró a un negocio y compró dos postres de crema catalana; con la música saliendo de su boca y rozando en labios ansiosos caminó unas cuatro calles; al llegar a la casa de Erika tocó el timbre y cuando ella le abrió dejó de silbar sólo para preguntarle, aún con cara de idiota: puedo dormir otra vez contigo.

jueves, 7 de junio de 2007

La niña del trigal

Lo recuerdo como si fuera hoy: después del trigal, desnuda en el horizonte, la casa de blancas maderas y tejas renegridas. Florencia se hamaca en una enorme goma que colgaba de un abeto y canta con voz infantil mientras sus zapatitos de preciosos volados arrastraban el barro hasta el cielo; refugiado entre el trigo verde y tierno, yo la espiaba enceguecido. Tardes de sol, espigas y ensoñaciones; cientos de ellas.

Hoy, del trigal florece cemento y se eleva en centenares de torres simétricas. Tras ellas, las maderas blancas de la casa no llegaron a ser amarillentas.
Canturreo un viejo recuerdo, refugiado en mi balcón del 4ºB, la mirada perdida en esa niña canosa que, entre árboles que no son abetos, se mece en su silla de ruedas. Tardes grises, de espinas y recuerdos; cientos de ellas.
Luego vienen mis hijas, me besan la frente y me piden que no sea caprichoso, que vaya al parque a buscar a su madre.
Antes de que anochezca, voy.

viernes, 1 de junio de 2007

Recuerdos del Edén

Entonces abandonaron el bar Edén, que podría no llamarse así pero que ellos, quince años después, recordaban aún con ese nombre, y caminaron por Rivadavia en silencio; la muerte puede aparecer en cualquier esquina, bajarse de un coche, como último sonido la metralla, como última palabra la que no diré, a veces es mejor callar, hay muchas vidas que dependerían de mi muerte, lo peor que podría pasar, si en cualquier esquina aparece la muerte, o si baja de un coche, es que no me mate, que me obligue a vivir al menos hasta que diga las palabras que no diré, lo mejor, si aparece la muerte es que me mate; todo eso pensó Eva antes de llegar a Pedernera y doblar, para recorrer las tres cuadras que faltaban hasta su casa.
Luego él le tomaría una mano, tras ellos la puerta que, cerrada, los separaba de una vasta ciudad que dormía el continuo y hastiado movimiento, el constante y cansado movimiento de la muerte que otra vez no había sido.

Ojos

Ella le contó su vida con los ojos, cuencos ennegrecidos y contundentes. En sus labios, una sonrisa falsa ocultaba una falsa sonrisa.
Nada dijo. En los cuencos cientos de miles de rostros, pasillos de facultades, nombres, hombres, un hombre, papá y mamá, más mamá que papá.
Ella le contó su vida con los ojos, pero a él no le alcanzaba y aplicó la picana una vez más, y otra, y otra, luces que parpadean y ojos que quedan inmóviles, fijos en la mancha de humedad dentro de sus cuencos ahora vacíos.