miércoles, 21 de mayo de 2008

Vuelta a casa

En el pueblo nadie se acordaba de él. Se había ido hace cincuenta años en un barco que partía de Vigo y del que nunca supo el nombre. Al partir tenía diez años y los recuerdos necesarios para atesorar de por vida.
De aquella tarde recuerda que su madre le dio un pañuelo para que sacudiera al despedirse y que prometió, mientras agitaba su mano, que más pronto que tarde volvería a su tierra.
Tardó cincuenta años, tres hijos y varios negocios en quiebra pero cumplió su promesa. Cuando pisó las playas suaves de Coruña, cada detalle de su niñez apareció frente a él y entonces vagó por las calles de antaño para pisar las baldosas que ocultaban sus viejas pisadas en la tierra, habló con vecinas y dueños de bares, hombres viejos que nada sabían de él. Que había nacido allí nadie lo recordaba, que su familia fue dueña de medio pueblo le parecía una mentira de las que, a fuerza de repeticiones, se había creído y que un día Franco desfiló por una de esas calles y él, con sus ocho años rojos, le tiró un tractor de madera parecía ahora una fantasía inventada.
Al otro día rehizo su maleta y volvió a Buenos Aires, su tierra, la de toda su vida, tres hijos, varias quiebras y baldosas gastadas por sus suelas gallegas.

sábado, 10 de mayo de 2008

Tren fantasma

Hace años que papá está sentado en la puerta de casa. Allí lo veo en las mañanas ventosas de agosto, bajo el sol abrasador del verano, escondido en la bruma siempre lenta que lo acaricia en los siempre lentos días de octubre, en el desdén de la lluvia que se repite con intermitencia los primeros días de septiembre para dejar un olor más verde a todo lo verde. Allí está papá siempre. Hace años que dejó de hablar, desde que ya no tuvo nada que decir. Sólo mira y espera. La vista fija en los viejos rieles que ahora sólo transportan las travesuras de niños que faltaron al colegio, el oído atento al sonido lejano de una locomotora que nunca volverá pasar. Allí está papá, chupando el centésimo mate del día, en el mismo lugar donde vio partir la última locomotora. Y como allí está papá, allí estoy yo, que aprovecho su silencio para quedarme en silencio. El jamás me contó, porque hace años que calla, la historia de los ferrocarriles, de cuando fueron el progreso, antes de olvidarse de este pueblo ahora en ruinas. Por eso yo nunca pregunto nada sobre aquello, por eso yo no espero nada más que a la luna que viene después del sol. Papá no me dice nada, calla y espera. A veces, a las 12:17, la hora exacta en que su tren vuelve a no pasar, tan sólo llora. pero eso es sólo a veces.

martes, 29 de enero de 2008

Reloj de arena

Leonardo no viajo sólo a Barcelona.
Viajó con ella.
Pero sus caminos se bifurcaron al poco de llegar.
O se habían separado desde hacía mucho tiempo y fue allí, lejos de todo y de todos, donde no tenían a nadie con quien aparentar ser felices que descubrieron que no sabían que estaban haciendo el uno con el otro.
Que una vez Leonardo se compró un reloj de arena para contar los momentos de felicidad de toda su vida, es algo que él, ahora, prefiere no recordar.